No es hasta los años setenta, cuando se desarrollan estudios serios y rigurosos con el fin de identificar y caracterizar las levaduras específicas responsables de la formación del velo de flor, utilizando métodos de microbiología clásica. Como resultado de estos primeros estudios, se clasificaron cuatro cepas o “razas” distintas, denominadas beticus, cheresiensis, montuliensis y rouxii. Todas ellas pueden formar parte del complejo velo de flor que encontramos en el interior de las botas en las bodegas del Marco de Jerez, en mayor o menor medida. Son las diferentes proporciones en las que los mencionados microorganismos se encuentran en el velo, siendo las distintas cepas de S. cerevisiae las mayoritarias, la causa de las diferencias que se observan en la evolución de los vinos en la crianza biológica.
Pero desde luego, lo que marca la mayor o menor presencia de cada especie de microorganismo, son las condiciones climáticas de la ciudad del marco de Jerez donde se lleva a cabo la crianza biológica, y las condiciones micro-climáticas concretas de la bodega, así como la mejor o mayor adaptabilidad de cada especie a dichas condiciones y el trato recibido por parte de quienes elaboran esos vinos. Así, algunas cepas de levaduras presentan una mayor adaptabilidad a la falta de humedad, mientras que esas condiciones son letales para otras. Igualmente, las mayores o menores oscilaciones térmicas favorecen o inhiben el desarrollo de unas cepas frente a otras. Además, hay que tener en cuenta que, una vez creado un determinado statu-quo entre los microorganismos que componen el velo de flor, este tiende a perpetuarse en el interior de las botas, pues el sistema de criaderas y solera hace que la flor nunca parta de cero, pues nunca se vacían las botas del todo. Periódicamente se realizan sacas parciales de vino y los correspondientes rocíos, pero siempre manteniendo el velo sobre el vino inalterado.
¿Qué efectos tienen esas poblaciones diferentes en el vino? La investigación de las poblaciones aisladas ha permitido demostrar que cada una de las especies que forman la flor influye en el vino de una forma diferente: así, la capacidad para producir acetaldehídos, o el consumo de ácido acético difiere entre las distintas cepas de Saccharomyces; consecuentemente, diferentes poblaciones de levaduras aportan efectos ligeramente distintos al vino que “cría” bajo ellas. No solamente desde un punto de vista analítico y medible, sino sobre todo aportando matices sensoriales diferentes. Ahí es donde radica la extraordinaria diversidad de la crianza biológica; las diferencias entre Jerez, El Puerto y Sanlúcar; o entre ubicaciones de una misma población; o incluso entre botas de una misma bodega, situadas a escasos metros. Es lo que algunos autores han definido como el “terroir de la bodega”, una suerte de contaminación benigna por parte de levaduras concretas que marca con un carácter específico y definido a los vinos que van pasando por esas botas, a lo largo del lento proceso de las criaderas y la solera.
Además, esta influencia de las levaduras en el vino no se limita exclusivamente al efecto del velo en contacto con la superficie. No olvidemos que se trata de una matriz compuesta por millones de individuos que van naciendo y muriendo a lo largo del tiempo. Las levaduras muertas caen al fondo de las botas, creando un sedimento de enorme importancia: las llamadas “cabezuelas”. Estas células muertas se van lentamente lisando y liberando elementos de muchísimo interés: vitaminas, aminoácidos, proteínas, enzimas, etc., que aportan al vino una riqueza de matices extraordinaria.
También la edad de las colonias de levaduras influye en el aspecto morfológico del velo de flor. En los mostos o vinos jóvenes la flor presenta un aspecto muy blanco, pujante y grueso. Es evidente que las levaduras tienen todos los nutrientes que necesitan y desarrollan su metabolismo con el ímpetu de la juventud. Pero a medida que los años van pasando, en los niveles más avanzados del sistema de soleras, observamos que la flor va adquiriendo unas tonalidades más oscuras y un menor grosor. El sistema de criaderas y solera, con el permanente aporte de nutrientes procedentes de los vinos más jóvenes que representan los rocíos, contribuye al mantenimiento perenne del velo en todas las escalas del proceso de envejecimiento. Ahora bien, si la edad media de los vinos se prolonga en exceso, bien por una ralentización de las sacas o por un número de escalas muy alto, llega un momento en el que los nutrientes terminan agotándose. La flor, ya muy liviana e incluso sumergida levemente en algunos momentos del año, no es capaz de evitar totalmente la progresiva oxidación del vino. Es el fin de la flor: el final de la crianza biológica y el nacimiento de otro tipo de evolución totalmente distinta para el vino, el envejecimiento oxidativo, que dará lugar a los vinos amontillados.