Frecuentemente nos referimos al territorio en el que tiene su origen el vino de Jerez como el “triángulo del Sherry”, con sus respectivo vértices localizados en Jerez de la Frontera, El Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda. Es evidente que la comarca vitivinícola jerezana –el llamado “Marco de Jerez”– es mucho más amplia, tanto desde el punto de vista del viñedo como de la actividad bodeguera; pero sin duda estas tres localidades, cada una con sus singularidades, resumen la marcada personalidad y el carácter diverso de nuestro vino.
Las fiestas de la Vendimia de Jerez están dedicadas en 2019 a Sanlúcar de Barrameda, el vértice noroeste de ese triángulo mágico y el hogar de uno de los vinos más exitosos del Marco: la manzanilla. Sanlúcar es una ciudad típicamente andaluza de unos 70.000 habitantes, aunque esta cifra prácticamente se duplica durante el verano. Está situada en un promontorio sobre la desembocadura del Guadalquivir, a una escasa media hora de Jerez, desde donde se llega a través de una cómoda autovía. Mediante ella accedemos a la ciudad por la parte alta y, tras cruzar el extrarradio, en seguida accedemos al llamado “Barrio Alto”, la Sanlúcar antigua y noble: un entramado de bodegas encaladas, iglesias y palacios con bellos jardines, que se asoma a la barranca, una especie de corte en el terreno que en su momento fue un pequeño acantilado sobre el Guadalquivir. Presidiendo ese balcón sobre el río se encuentra la impresionante mole del castillo de Santiago, bastión que protegía el antiguo puerto de Sanlúcar, origen y destino de históricas expediciones marítimas, como la primera circunnavegación de la Tierra, protagonizada ahora hace 500 años por Magallanes y Elcano.
El tiempo y el cauce fluvial fueron sedimentando a lo largo de los siglos los terrenos bajo la barranca, dando lugar al llamado “Barrio Bajo”: un conjunto bien ordenado de bellas calles, llenas de tipismo, que descienden suavemente hasta la orilla del Guadalquivir. Una vez en la arena de la playa podemos observar al otro lado del ancho río los pinares del Parque Nacional de Doñana y, hacia poniente, la inmensidad del Atlántico: el sitio perfecto para disfrutar de una de las puestas de sol más bellas del planeta. Siguiendo río arriba enseguida nos encontramos con Bajodeguía, meca gastronómica donde disfrutar de los manjares que cada día llegan al cercano puerto pesquero de Bonanza; y entre todos ellos el langostino de Sanlúcar, el mejor compañero de la manzanilla.
Como cualquier otro lugar del mundo, las localidades del Marco de Jerez han sufrido el efecto uniformizador de la globalización cultural y de los movimientos demográficos; y por tanto sus gentes comparten formas de vida, maneras de pensar, de relacionarse y de comportarse con el resto del país y con el mundo. Pero no cabe ninguna duda de que existe una suerte de ADN colectivo, una personalidad como territorio, en la que el vino ha dejado una huella indeleble. Y si hay un lugar del “triángulo del Sherry” donde esa idiodicrasia local es más claramente perceptible, sin duda ese lugar es Sanlúcar. El carácter del sanluqueño es amable, industrioso, orgulloso de su pueblo y de sus productos. A veces un poco ensimismado con lo suyo; pero casi siempre con toda la razón.
También en lo enológico Sanlúcar de Barrameda tiene una serie de peculiaridades incuestionables. Nadie discute que Sanlúcar es la patria y el origen de la crianza biológica tal y como la entendemos en el Marco de Jerez; es ahí donde por primera vez se sitúan las referencias históricas al velo de flor y es desde Sanlúcar desde donde se extiende a la totalidad del Marco el gusto por esos vinos pálidos (“sin el menor viso” según explicaba Boutelou), que en el resto de las localidades se terminaron conociendo como vinos finos. Sanlúcar, con su rica historia y su marcada personalidad, ha ido fijando diferencias que con el paso de los años que han quedado reflejadas en un vocabulario propio y en unas prácticas que son claramente reconocibles como inequívocamente sanluqueñas. Así, la tradicional uva palomino en Sanlúcar es la “listán” y el sistema de criaderas y solera recibe en Sanlúcar el nombre de “sistema de clases”, al ser este nombre –clase– el que se da a cada una de las escalas que conforman un soleraje: la solera es la primera clase en Sanlúcar, y la primera criadera la segunda clase, etc. De igual modo, es tradicional que cada una de las botas situadas en el bajo de las andanas se asienten sobre bases de piedra ostionera –los “bajetes”– y no en los tradicionales “palos de escalera” que encontramos en otras localidades del Marco. La venencia, instrumento característico de las bodegas jerezanas con el que se extraen las muestras de las botas, ha sido sustituido en Sanlúcar por la caña, un utensilio similar pero de mucho más humilde factura: se trata literalmente de una sección de caña, cortada longitudinalmente para construir un vástago de alrededor de un metro de largo, terminado en el cubilete formado por una de las secciones de la caña abierta en un extremo y cerrada en el otro. También se denomina “caña” al vaso típico, de pequeñas dimensiones, en el que es tradicional beber la manzanilla en Sanlúcar; aunque dependiendo del tamaño, se utilizan también el “gorrión”, de mayor capacidad que la caña, o la “castora”, aún mayor. Finalmente, también las unidades de medida tradicionales difieren en Sanlúcar: ni la aranzada mide lo mismo que en el resto del Marco, ni la arroba supone el mismo volumen.
Todas estas diferencias de vocabulario, de medidas o de utensilios no son sino rasgos de una identidad peculiar cuyo núcleo es un vino también peculiar, con unas características que están indisolublemente unidas a la localidad en la que se cría: la manzanilla. Nadie duda de que la crianza biológica en el interior de la bodegas sanluqueñas imprime un carácter muy genuino a los vinos. Como es sabido, en la crianza biológica de los vinos del Marco influye de forma muy especial la combinación de elementos asociados a los edificios donde estos envejecen; es lo que se ha dado en llamar el “terroir de la bodega”; una suerte de efecto combinado entre el particular microclima del lugar, la combinación específica de levaduras que ha colonizado el interior de las botas y unas prácticas tradicionales de manejo de la bodega, mantenidas en el tiempo. Son esos aspectos los que marcan la diferencia entre la forma en la que evoluciona un vino en esta o aquella bodega; y del mismo modo, en este o aquel municipio.
Además, las condiciones microclimáticas imperantes en Sanlúcar propician un amplio período de máxima actividad para las levaduras que conforman el velo de flor, disminuyendo los momentos de estrés a los que se ve sometida la flor en otras zonas del Marco, bien por temperaturas extremas –tanto en invierno como en verano– o bien por bajos niveles de humedad. Este especial microclima se debe fundamentalmente a tres factores: el río Guadalquivir, su límite natural por el norte, tras el que encontramos la impresionante reserva natural del Coto de Doñana; el Océano Atlántico, donde aquél vierte sus aguas y que se encuentra ya a muy escasos kilómetros hacia el oeste; y la marisma, esa gran extensión de llanura sobre el antiguo estuario que representa una ausencia total de relieve. En este contexto, las temperaturas rigurosas del sur de España se suavizan y la humedad relativa se incrementa. Contribuye a ello la propia orografía de Sanlúcar, integrada por dos bancales a distinto nivel, el Barrio Bajo en la cota del mar y el Barrio Alto unos metros por encima, sobre el antiguo acantilado en el que se asienta el Castillo de Santiago. De tal modo que las brisas marinas de poniente se encuentran con la pantalla que ofrece el Barrio Alto, ralentizándose y diseminando su carga de humedad a lo largo de todo el casco urbano sanluqueño. La proximidad a la desembocadura del Guadalquivir se traduce por tanto en un claro predominio de los aires de poniente y por tanto en unos niveles casi permanentemente altos de humedad, así como en una menor continentalidad (amplitud de las oscilaciones térmicas) que en el resto del Marco.